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11.11.2009

una reflexión sobre el conflicto mapuche.

artíkulo de y por ColumnaNegra.org.

No se puede apelar al Estado chileno para que tenga una posición humanitaria respecto a la represión policial que se ha ejercido contra las comunidades mapuche, la que durante la última semana ha dejado como saldo a Jaime Facundo Mendoza Collío asesinado por un balazo en la espalda mientras se encontraba llevando a cabo la toma de predios en Angol, provincia de Malleco.

Por más que Bachelet señale que «nada justifique la violencia en la Araucanía», la brutal represión desatada ha sido facilitada por la propia institucionalidad gubernamental a través de su discurso de apertura al diálogo, estableciendo frente a la resistencia que están llevando algunas de las comunidades en sur del país una guerra de baja intensidad, la que ha implicado la militarización de amplias zonas del territorio en conflicto bajo la excusa de mantener la estabilidad con el propósito de permitir abrir canales de comunicación entre las partes. Todo muy democrático, por cierto.

Es recurrente que, a propósito de hechos como el anteriormente mencionado, así como sucedió con la muerte de Matías Catrileo en enero del 2008, se movilice amplio un sector social que lleva a cabo una solidaridad de corte ciudadanista, invocando el respeto a los derechos de los pueblos originarios -como se refieren a las demandas mapuche-, en base a lo cual exhortan al Estado –más bien, al gobierno- a reconocer a las comunidades como partes del país que por lo tanto son merecedoras de dignidad e integración. Estos grupos de solidaridad ciudadanista, si bien pueden estar integrados por bien-intencionados izquierdistas o jóvenes anarco-multiculturales, son un elemento a considerar en momentos en que se plantea analizar el despliegue de esta guerra de baja intensidad.

Y para esto, el primer requisito: «El único camino de solución a las legítimas demandas del pueblo mapuche es el diálogo», señala Bachelet, lo que aún cuando pueda ser visto con suspicacia por parte de estos grupos ciudadanistas, no dista demasiado de lo que se propone en sus consignas y comunicados. En la práctica, grupos como el Movimiento por una Asamblea Constituyente han propuesto la apertura de los aparatos de control en función de una seguridad ciudadana otra, lo que no es mas que dar un giro participativo a organismos para la represión levantados desde los Estados o inclusive desde el sector privado empresarial: “(…)Unasur, Asambleas Constituyentes, es lo que queremos, cambio de Régimen Político como dice MEO, otro país y una gran nación hermana latinoamericana, que regule internacionalmente el Cobre, la Plata y el Oro tal cual lo hace la OPEP en el Petróleo por qué no.”[1]. Del mismo modo, para algunas agrupaciones indigenistas como El Consejo de Todas las Tierras, la radicalización de la lucha por la tierra es entendida como una medida de presión que solo es valida en la medida en que expone el fracaso de la actual constitucionalidad, demostrando la ausencia de los espacios de dialogo entre quienes supuestamente desean ser integrados en el proyecto país y la administración central: “No se puede acusar a la comunidad Requem Pillan que hayan actuado con violencia, porque(…)desde el punto de vista de los procedimientos institucionales, esta comunidad agoto todo los medios del dialogo.”[2].

Para estos grupos, las acciones llevadas a cabo por las comunidades mapuche en resistencia son leídas bajo la necesidad de que estas voces sean escuchadas, o mejor dicho integradas, en el gran abrazo conciliador de la democracia chilena, situándose desde el Estado para poder analizar el desarrollo del conflicto. «La única manera en que se respeten los derechos de los pueblos, podrían decir, es que estos sean considerados en su calidad de ciudadanos», nada demasiado alejado a lo que el ala más progresista de la maquinaria gubernamental promueve. Podríamos señalar a partir de esto que la solidaridad ciudadanista es un elemento represivo tan brutal como la represión policial efectiva, puesto que desconocen una de las reivindicaciones más importantes de las comunidades en resistencia, y que es «Mapuche no es Chileno»; y al hacerlo, permiten alimentar el discurso criminalizador, ya que excluyen de digno de solidaridad a aquellas acciones que no puedan ser legibles en términos ciudadanistas. El liberalismo de izquierda, por cierto, es una fábrica bastante productiva de criminalización.

Así, los llamados a dejar de lado la violencia y encontrarnos en el diálogo encubren una guerra plenamente declarada, donde los terratenientes y las empresas forestales están totalmente dispuestos a continuar la defensa de aquello que, tanto ellos como el propio Estado, consideran que es justo. La represión ejercida contra el pueblo mapuche se justifica en un principio básico de la ciudadanía: todo ciudadano que se encuentra en igualdad de condiciones tiene derecho a la defensa de sus intereses privados. Sin embargo no es preciso afirmar que el problema sea la posición al margen de la lógica ciudadana que las mismas comunidades han asumido en la práctica, sino la reducción de toda reivindicación social por parte de quienes nos encontramos fuera de la zona de conflicto a una infructuosa solución estatal a esta, es decir, buscar una comprensión de toda problemática desde el estado.

Peligrosamente, el movimiento ciudadano se ha convertido en un puesto de avanzada para la cooptación de las instancias de movilización, un espacio en donde el antagonismo de clase es suprimido en pos de una integración que se presenta desde la institucionalidad como necesaria para acabar con la aniquilación de quienes nos hemos marginado de este proceso.

La colorida farsa del consenso democrático se ha posicionado a sangre y fuego como solución única para las demandas territoriales del pueblo mapuche, extendiéndose a través del mass media como un problema del que el estado debe hacerse parte, permitiéndole a este ultimo reprimir de forma justificada, cualquier forma de solidaridad que opere al margen de esta lógica es decir, que atente contra la intención de establecer un canal de dialogo entre las comunidades y la institucionalidad.

Curioso resulta que el único tope siguen siendo las comunidades: mientras en todo chile los ciudadanos se movilizan por el reconocimiento de los derechos ciudadanos indígenas, al interior del territorio mapuche se posiciona el rechazo a ser integrados como parte de un proyecto nación que para prevalecer los derechos de todos los chilenos, requiere de la aniquilación de las formas de vida antagonistas.

En gran parte, la acción ciudadana – pensada como puestos de avanzada del estado – es responsable de la invisibilización de un problema generalizado, la violencia de estado operante en niveles diferentes a la represión efectiva, y por otro lado la atomización de la resistencia a la institucionalidad, que le permite al mismo estado tildar el conflicto mapuche de terrorismo, al presentarse como totalmente contradictorio al comportamiento del resto de los sectores ‘disidentes’.

Aclaramos que no se puede apelar al Estado chileno para que tenga una posición humanitaria respecto a la represión policial que se ha ejercido contra las comunidades mapuche, puesto que el propio Estado chileno es una de las partes en conflicto, aquella que desde su posición articulada como un entramado de redes institucionales logra generar un efecto de dispersión que bien podría entenderse como una serie de contradicciones dentro del discurso gubernamental oficial, como lo han sido las declaraciones emitidas por el ministro Pérez Yoma durante el pasado mes, cuando a partir de una carta emanada por comuneros mapuche a la Moneda respecto a la violencia en el sur, negó que en la IX región se practique represión policial, calificando la situación en la zona como «normal», lo que se contrapone a lo dicho últimamente por la presidenta Bachelet. Los aparatos de represión en la actualidad, solo son asesinos a sueldo del consenso democrático demandado por la ciudadanía para la defensa de sus derechos e intereses.

Ahí donde huele a integración del pueblo mapuche, el propio Estado es coherente al hacer entender que no ha posibilidad más allá de los márgenes que éste impone como actor privilegiado que ha tomado el papel de mediador. Así, a pesar de lo lamentable que puedan haber sido las declaraciones de Pérez Yoma durante julio del presente año, uno de sus dichos tiene una coherencia bastante sorprendente respecto al despliegue de las políticas represivas, al señalar sobre el conflicto mapuche que «no hay ninguna instrucción respecto a que la policía actúe de manera diferente a como actúa en el resto del país».

Si bien las movilizaciones en repudio al asesinato y por el fin de la militarizacion de las comunidades en el sur se han levantado estos ultimos dias como una respuesta a la violencia de estado en una situación particular, como lo es el caso de las comunidades en conflicto, esto no parece suficiente para reconocer en el estado un aparato complejo que actúa en red, que junto con permitir la protesta social en tanto se adecue al orden publico, también tiene el deber de la defensa de los intereses del empresariado, tanto publico como privado. El estado se nos presenta como el hermoso Leviatán que es capaz de cooptar cualquier discurso-causa que no se levante con las herramientas suficientes para generar un quiebre con la institucionalidad.

Mas allá de los actos de solidaridad concretos con la lucha por la tierra en el territorio mapuche, es necesario comenzar a reconocernos dentro de una multiplicidad de problemáticas que desde las experiencias locales son posibles de ligar con las de otras comunidades, ya que esto podria dar paso a la solidaridad mas activa de todas: la denuncia desde nuestras propias practica de la violencia intrinseca que el estado ejerce a traves de sus operadores, sean estos fuerzas especiales o hermosos jóvenes progresistas.

Ni coerción ciudadana ni asimilación de las reivindicaciones mapuche por parte del colorido carnaval montado por el fascismo democrático. El Estado chileno es el enemigo.

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